Había pensado cientos de veces terminar con la locura, pero era tan grata por momentos. Entendía que aquella voz vivía de sus creencias, falsas por cierto. No se resignaba: atornillaba ideas obtusas en la pared del último cuarto de la casa, cada uno de ellas prolijamente enderezadas.
De repente un crujido, la puerta abierta y una desidia espantosa. Se acercó lentamente, y con la penumbra de la noche la tomó del cuello y reventó su respiración de un fuerte apretón.
En el suelo yacía, horas, días. Niebla. Una intensa sensación de vacío inundó el espacio, jamás se dieron cuenta de su ausencia, aunque el olor era penetrante e invasivo.
Llegó el día: dos anillos, una promesa eterna y la muerta.
La muerta iba a la rastra de un caballero ponzoñoso y amarillento. Nadie los detuvo.
Estuve allí para gritar, misteriosamente nadie me vio. Ni la muerte con su muerta, ni el caballero, y menos que menos las ideas obtusas atornilladas en la pared.