Casi en un grito le pedí que se quedara. Tuve miedo de levantar la voz, podían escucharme. Él se fue sin mirarme; no hubo despedida. Un llanto espeso cubrió mi rostro duro y seco. Como mi pasado incesante de recuerdos. Sólo una frase que retumbó en mis oídos – No quiero verte más, loca de mierda- dio un portazo que rasgó la pared, y me dejó en el vacío de una habitación repleta de fotos. Sentí un cansancio pesado y me hundí en una construcción de mi inconsciente.
La oscuridad era absoluta. Permanecí escondida durante dos horas. El ruido ensordecedor de las balas había finalizado, pero esto no me garantizaba su ausencia. Recuerdo que era una noche inquieta, invadida por el canto de los grillos y el lánguido vuelo de los insectos. Mi ansiedad se incrementaba a cada segundo y mis piernas temblorosas decidieron erguirse. Estaba en un cuarto lúgubre, atiborrado de cosas viejas; era el galpón de mi casa.
El silencio anunciaba lo que más temía. Dejé las dudas a un lado y me asomé por la ventana, pero mi respiración entrecortada dificultaba todo mi accionar. No había nadie, sólo la duda. Comencé a desesperarme y decidí salir del maldito galpón. Ingresé por la puerta trasera a mi casa, estaba agitada. Sentía la persecución de un centenar de sombras en mi espalda. Todo se encontraba desordenado, las pancartas, los libros desparramados por el suelo y mi madre tendida sobre él. Su respiración lenta y luego un resoplido final.
Antes de que pudiera reaccionar, el caminar sobresaltado de un hombre me empujó a ocultarme dentro de la despensa. Ahora sí estaban muy cerca; ya no se escuchaba el zumbido de los grillos, sino murmullos y risotadas diabólicas que se aproximaban. De repente un portazo. Ya estaban dentro de la cocina nuevamente, en ese instante supuse que habían olvidado algo ¿Para qué volver?
El cuerpo me sudaba, caían gotas resbaladizas sobre mi rostro y un infierno estremecía mi interior. No resistí más y caí tumbada al suelo. Todos mis sentidos se habían detenido, menos el auditivo. El crujir de una puerta metálica me despertó del sopor, pero no abrí los ojos. Rogué que fuese una pesadilla, mas no podía escapar de la realidad.
Ahora unas botas, estaban dentro de la despensa junto a mí. Fingí no respirar y con una patada controló si mi cuerpo tenía vida. Para no dejar posibilidad alguna disparó su pistola y con un escupitajo se despidió diciendo “Los utopistas mueren y sus ideales también”.
Han pasado cuatro años y todavía no puedo recuperarme del horror; se impregnan como fantasmas en mi mundo esos recuerdos, y él se fue como tantas otras personas se fueron de mi lado. Pero la angustia ya no me consume. Vendrán tiempos mejores, lo sé. En cuanto a mi respuesta pendiente, sólo me resta decir que –“El que ríe último ríe mejor”. No ansío venganza, sino una justa revancha y la vida está para eso.
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